viernes, 7 de marzo de 2008

Las elecciones de marzo

Fueron los griegos de Atenas los primeros, los que inventaron la “DEMOCRACIA”.
¡Qué buenos pensadores eran, echando cimientos en política, filosofía, creación literaria y artística! Pericles, el modelo de gobernante elegido.



En Atenas, el demos (el pueblo ateniense) elegía en Asamblea a los magistrados, a 10 estrategos, escogía a sorteo –por el sistema de las habas- entre los voluntarios a 400 miembros de los tribunales, a 500 consejeros para el Consejo (Bulé) y decidía sin intermediarios los asuntos del Estado, todo ello, siempre en la Asamblea. Los cargos eran temporales, algunos sólo duraban un año, la dirección del Consejo cambiaba cada 36 días y su presidente cada día (eran altas las posibilidades de ser el presidente de Atenas durante un día). Los elegidos tenían que dar cuenta de su actuación y, mediante UNA votación extraordinaria, se podía mandar al destierro por 10 años a un gobernante, que hubiese actuado en contra del bien común.
¡Magnífico! Aquella era una democracia directa, asamblearia.
Los fallos: que sólo el 10 % de los habitantes de Atenas tenía estos derechos y podía dedicarse a la política, porque tenía esclavos que realizaban sus trabajos cotidianos.
¡Así ya se podía: Aquel régimen, con todo, más bien, era una democracia de lujo para unos cuantos!

En Roma, la República tuvo la primera democracia representativa. Los ciudadanos, en Comicios, elegían a los magistrados en verdaderas campañas electorales y también se renovaban por elección directa otros cargos.

Después llegó la servidumbre medieval y el autoritarismo absolutista. Larga noche sin derechos para siervos y súbditos. Se decía: “El rey, señor de vidas y haciendas”, “Rey tengamos y no lo veamos”… Aquella situación era la anulación de la persona humana. Así, toda la Edad Media y la Edad Moderna.


Ya, en el siglo XVII, John Locke inició un nuevo camino. Decía: “la soberanía emana del pueblo, el Estado tiene la obligación de proteger ese derecho y también las libertades individuales de los ciudadanos, el poder debe estar separado y el rey también está sometido a las leyes. Los hombres, que buscan su felicidad, tienen diversidad de opiniones y de intereses, que deben ser tolerados y respetados. Para evitar el desacuerdo y el conflicto por la diversidad de opiniones es necesaria una autoridad, que proteja los derechos naturales. Por ello, es necesario un “Pacto Social” entre el gobernante y los gobernados: Al gobernante se le da el poder, pero tiene la obligación de tutelar los derechos naturales, que son anteriores al Estado. Debe haber un Gobierno, pero al servicio de la mayoría”.
¡Muy bien por Locke! Para el siglo XVII no estaba mal.

Más tarde, en el siglo XVIII, la idea de dividir y separar los poderes, la desarrolló Montesquieu, ya con toda su amplitud.


Rousseau, por su parte, aportó la idea de “soberanía como voluntad general absoluta e infalible de la comunidad. Todos los derechos los tiene la comunidad. El sistema de gobierno debe hacer siempre lo que la voluntad general le pida”. Para Rousseau la sociedad es injusta y hace al hombre perverso y para evitarlo es necesario un “Contrato Social” con sus valores, normas y leyes, que se pueden cambiar y están hechos por la comunidad. Ese contrato social supone la entrega de todos los derechos a la comunidad.

Por fin. Acabándose el siglo XVIII llegaron las revoluciones burguesas, que recogían los principios ilustrados del liberalismo político, concretando en las ideas de: Constitución, división de poderes, derechos y libertades individuales, elección de representantes, igualdad ante la ley …, que se aplicaron en EE. UU., en Francia durante la revolución y después en España con la Constitución de Cádiz.

¡Albricias, la persona humana ya era sujeto de derechos, ya tenía capacidad para elegir y ser elegido!
No tan rápido. Todo fue llegando poco a poco.

La Constitución de Cádiz (1812) estableció el sufragio universal de forma muy rimbombante, pero sólo masculino, sólo para mayores de 25 años y, además, indirecto en tres grados: local provincial y estatal. Era un sistema engorroso, que filtraba tres veces los elegidos, pero que, además, exigía en el tercer grado “tener una renta anual proporcionada, procedente de bienes propios”, lo que significaba excluir a la mayor parte de la población.
¡Era el sufragio censitario! ¡Qué desilusión! Además, sólo tuvo vigencia los tres años del Trienio Constitucional. ¡Una lástima!

Superado para siempre el absolutismo con la muerte de Fernando VII, el rey felón, el liberalismo arrancó a trompicones: el Estatuto real (1834) establecía que podían ser elegidos como procuradores a Cortes, quienes tuvieran una renta de 12.000 reales, unas 16.000 personas de toda España, el 0,15 de la población. Por su parte, a los próceres los escogía el rey entre los Grandes, obispos, arzobispos, ricos comerciantes, fabricantes y personalidades de las ciencias y las letras.
¡Unas elecciones de auténtica vergüenza!

Cuando los progresistas subieron al poder (1837) ampliaron el sufragio ¡nada menos! que hasta el 2,2 % de la población, ya podían votar 320.000 personas de toda España, porque la ley electoral de la Constitución del 37 "sólo" exigía ya 200 reales de renta. A los senadores -¡no faltaba más!- los escogía el rey.
Como puede verse este fue un “gran” adelanto.

Siete años después, a los moderados les debió parecer excesivo el porcentaje de participación y en su Ley Electoral de 1845 ya sólo podía votar el 1,02 %, 157.000 españoles de toda España, al aumentar la renta exigida a 1.000 reales de contribución directa y 12.000 reales anuales de renta. ¿Quiénes iban al Senado? Era el rey quien escogía a los senadores entre los obispos y arzobispos, altos jefes del Ejército, alta nobleza, que además debían tener una renta de 30.000 reales ¡Qué representatividad! Para más “inri”, este sufragio tan censitario se combinó con la manipulación de censos, la presión sobre los electores, el falseamiento de resultados y las facultades dadas a los delegados del gobierno en la elaboración de las listas y desarrollo de las elecciones.
¡Qué representatividad! ¡De escándalo!

Pero todo mejoró. En la Ley electoral de 1865 ya podían votar el 2,67 %, unos 418.000 españoles, porque rebajaron la renta a 200 reales o a 100 reales y la posesión de un título.
Se iba progresando a “gran” velocidad.

Tras la revolución del 68, “La Gloriosa”, la Constitución de 1969 ya fue otra cosa. Al Congreso se podía acceder mediante sufragio universal masculino, podían ser elegidos todos los hombres mayores de 25 años, pero, en cambio, para ser senador había que tener más de 40 años, haber ocupado un alto cargo político, ser jefe del Ejército, ser de la jerarquía eclesiástica, ser una personalidad de prestigio de las artes o las letras, haber sido diputado 4 veces, estar entre los primeros 50 propietarios de tierra o entre los 20 primeros industriales y comerciantes.
La revolución del 68, como se puede ver, a pesar de autoproclamarse “democrática”, resultó un poco rácana.

Como el Sexenio Revolucionario se había despendolado mucho, cuando llegó la Restauración, Cánovas, que fue su artífice, puso orden. Se volvió al sufragio censitario. Con la renta exigida sólo podían ser elegidos al Congreso el 5 % de la población española y para ser senador o se era por derecho propio (príncipes, altas personalidades políticas, militares y eclesiásticas) o por nombramiento del rey entre altas personalidades o tener 35 años y ser elegido, si se poseía una determinada renta.


Cánovas siempre había razonado: “¿cómo el voto de un analfabeto puede valer lo mismo que el de un catedrático de derecho político?”. No le parecía que el sufragio universal fuera un sistema de elección justo. Pero, hacia los años 80 el sufragio universal se estaba imponiendo en Europa y Cánovas, que era listo, cambió el razonamiento: “Si los analfabetos quieren votar, que voten, como son analfabetos, podremos manipularles mejor”. Y así fue. Canovas ideó lo que Joaquín Costa llamó “caciquismo”.

Así funcionaba el “caciquismo”: Una vez convocadas unas elecciones, el Ministerio de la Gobernación elaboraba las listas electorales (la gente le llamaba “el encasillado”) y a veces, establecía ya el porcentaje de votos, el número de diputados que debería sacar el partido que iba a ganar, los diputados del segundo partido que le tocaba perder y los poquitos que quedaban para otros partidos. En cada comarca o pueblo, el “cacique”, valiéndose de su poder económico, cultural, de su cargo y las influencias que tenía, controlaba a los electores (presiones, ofertas de trabajo, promesas, enchufes, abrir o cerrar la sesión antes o después del tiempo establecido, dobles votos, abstenciones obligadas, manipulación del censo, ruptura de la urna, voto de difuntos…) y, de esta forma, salía el resultado indicado previamente desde el Ministerio de la Gobernación. A estas artimañas se le llamó “pucherazo”. ¡Lamentable!

Cánovas había establecido tan sólidamente el corrupto sistema de la Restauración, que no sólo no se podía derribar desde fuera, sino que tampoco se podía reformar desde dentro. Bueno, en realidad, el solito se fue deteriorando, poco a poco: primero, la guerra de Cuba, después la semana trágica, la crisis de 1917, la dictadura de Primo de Rivera, la caída de la monarquía y al régimen le llegó el final en 1931.

Pero la II Répública (1931), que al principio fue una fiesta y un jolgorio, acabó en una guerra.
Sin duda, fue representativa, porque todos los mayores de 21 años pudieron votar y ser votados. Todos y por primera vez, también las mujeres. Porque, hasta entonces, se admitía como algo lógico que no votaran las mujeres, pero es que ellas tampoco protestaban.




Sin embargo, si había habido protestas. Todo había empezado cuando algunas mujeres, decían que estaban locas, “las sufragistas”, empezaron sin complejos a alborotar, a hacer mítines y manifestaciones, reivindicando su derecho al voto, a pesar de la sonrisa maliciosa de los varones machistas. Los años veinte desinhibidos, paranoicos, surrealistas, felices, admitieron la falda hasta la pantorrilla, el pelo a “lo garçón” y algunos países empezaron a incluir en sus Constituciones que “las mujeres eran personas con derecho a voto", como los hombres.
En España Clara Campoamor, Margarita Nelken, Victoria Kent, Federica Montseny y otras (alguna de ellas tambien era un pendón) fueron importantes ejemplos de activismo femenino.
En fin, la República tuvo un régimen claramente democrático. Hubo sufragio universal. Todos, mayores de edad, podían votar y ser votados.


Sin embargo, en 1939, Franco, el "caudillo" de España, anuló este avance democrático e implantó el “ordeno y mando”. Se acabaron las elecciones. En los años 40, para acceder como procuradores a las Cortes, Franco estableció un sistema de elecciones muy original, que llamó “democracia orgánica”: El “caudillo” se reservaba el nombramiento de 50 procuradores, otros 50 iban por el cargo que ocupaban y el resto accedían como representantes de la familia, de los municipios y de los trabajadores, pero designados, no elegidos.
¡Un churro retorcido! En Europa se reían. ¡Cómo le iban a dejar a España entrar en la Comunidad Europea, a pesar de que insistentemente solicitaba su entrada!
¡Que se podía esperar con aquel régimen tan raro, sin homologar!

En 1975 murió “el Generalísimo”, llegó la Constitución de 1978 y la democracia consensuada. El tiempo está demostrando que sólo es una democracia formal. Cuando nació pareció un logro, pero hoy es una rémora. El sistema electoral no es representativo.

Estamos en periodo electoral, febrero-marzo 2008, pero el sistema deja mucho que desear:
1.- A los candidatos los escogen, los designan los dirigentes de cada partido, no los eligen los afiliados del partido, como hacen en EE. UU., en ”las primarias” (En España, por ejemplo, el que sea o no sea candidato Gallardón lo ha decidido Rajoy, jefe del partido, no los afiliados).
2.- Para tener representación parlamentaria hace falta el 3 % de los votos. ¡Claro, así se elimina a los pequeños partidos!.
3.- Los partidos nacionalistas, que sólo se presentan en una Comunidad Autónoma, con muchos menos votos, tienen más diputados que partidos nacionales, que se presentan en todo el territorio nacional y sacan más votos.
4.- Las listas son cerradas y bloqueadas para el Congreso: el partido hace la lista y el votante vota toda la lista en el orden en que está, sin poder votar al candidato que quiera.
5.- La ley D´Hont regala diputados a los partidos mayoritarios, injustamente.
6.- No se controla el posible enriquecimiento del representante elegido, que puede aprovecharse impunemente, mientras está en su cargo. A veces, es tan descarado el robo, que ya se nota.
7.- No se limita la elegibilidad a una legislatura, pudiendo presentarse reiteradamente hasta que se jubile o “chochee”.
8.- Debería instituirse el “ostracismo”. ¡Qué bien nos lo íbamos a pasar!
9.- La sociedad civil no es soberana, elige mal a los que deben representarle y no tiene control sobre ellos. Se les permite tener “carta blanca” para 4 años.
10.- Cuando finalice una legislatura, todos los partidos deberían tener las mismas condiciones de partida para ser elegidos en las siguientes elecciones. “Resetear” a cero. Por ejemplo, los espacios gratuitos de propaganda no son iguales, los debates solo los hacen los grandes partidos… ¡Así le va a ir al partido de Rosa Díez!

A los gobernantes les da miedo que se pueda elegir de forma totalmente transparente, abierta y libre. ¡Claro, es que, entre otras cosas, temen no salir elegidos!

Después de esta reflexión, ¡qué cada uno haga lo que quiera, pero que si vota a un partido y, con el tiempo, le “resulta “rana”, que no se queje!

¡Viva la democracia auténticamente representativa!

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